21 de enero de 2016

Wellcome to Hell

El Infierno se ha utilizado desde hace siglos como acicate para que los humanos intentemos tener una vida sin errores, una inapetente existencia con la que esquivar el fuego y conseguir un billete para ese todo incluido en Hawái al que llamamos Cielo. Yo nunca creí en ello, pensaba que eran habladurías de mi abuela, así que no dudé en hacer cosas terribles: maltrataba a mis padres, me enganché a la heroína, me apunté a capoeira… A los 25 años me morí y Lucifer me llamó al teléfono de casa para decirme que me esperaba en el Infierno. Era todo tan extrañó que ni me asusté.
Me envío una ubicación y allí fui. Las puertas del Infierno estaban en Totana, Murcia. Debería haberlo imaginado. Un hombre con la cara desfigurada puso en mi mano las llaves y me dio el uniforme del Inframundo: un chándal Kappa del Real Valladolid, temporada 96-97.
Al cruzar aquel portón, ya sabía que no me esperaba Caronte, el barquero que en la mitología griega conduce a las almas, pero no podía imaginar que lo haría Jacinto, el conserje de mi instituto. Esos gritos, ese palillo siempre colocado estratégicamente entre los molares y los premolares, esa camiseta de tirantes llena de manchas…el mamón seguía siendo tan cordial como un gato dentro de un saco y esta vez no había valla que saltar. Acto seguido me cogió del cuello, como tantas veces quiso hacer cuando tenía quince años, y después de organizar un baile entre sus nudillos y mi cara, recuerdo que abrió una puerta y me tiró al suelo. Acababa de entrar en el Purgatorio.
Pronto supe de qué iba aquello: Atado de pies y manos te obligaban a ver cómo dos coreanos ebrios cantaban canciones ininteligibles en un karaoke. Esa era mi condena, posiblemente, para toda la eternidad. Pasaron los días, los meses…nadie gritaba, nadie se quejaba, éramos tan dóciles como un condenado a muerte. Llegaba un momento en el que la esperanza era tan insignificante que ni siquiera nos frustrábamos. A los dos años y medio pararon la música y una voz dijo mi nombre. Eran varios guardias, entre ellos Jacinto, que me susurró que el Diablo me veía preparado para dar el paso.
Me taparon los ojos para que no conociera el camino y me los destaparon en un despacho más hortera que el de cualquier jefe de Las Maras. Al ver mi cara de psiconauta, Jacinto se debió apiadar de mí y me dio tres consejos: hazle la pelota, dile que sí a todo y bajo ningún concepto digas que Sergio Dalma te parece una mierda de cantante. Sin fuerzas para dar las gracias a ese desequilibrado mental, me senté en el despacho a esperar mi cita con Satanás. A las tres horas unos dedos largos y escuálidos me acariciaron la cabeza, mi cita con uno de los grandes misterios de la humanidad había comenzado.
Como nunca imaginé al Maligno con cuatro cabezas, ni escupiendo fuego, ni hablando en arameo, no me sorprendieron demasiado sus pintas de prejubilado de la Caja Rural de Burriana: Bajito, gordote y con muy poco ocio en su vida. Andando junto a él vi a una chica vegana a la que una abuela con varios dientes de oro le gritaba al oído que se comiera un ternasco, a un profesional del marketing al que un boxeador georgiano golpeaba cada vez que decía: stakeholders, networking o brainstorming y a un esnob de los que se creen Neruda por no tener tele en casa, atado frente a un Sony de 40 pulgadas que solo emitía sketches de Arévalo. Al Diablo no le hizo falta explicarme que cada condenado tiene un Infierno pensado exclusivamente para él.
Continuamos andando en silencio durante varias horas, hasta que todavía desconozco cómo, noté que había llegado el momento, mi momento. Un humo blanco comenzó a expandirse delante nuestro dejándonos completamente ciegos. Parecido al que utilizaban en ‘Lluvia de Estrellas’ pero sin un cateto vestido de Elvis. Al recobrar la vista el Diablo había desaparecido y la criatura más terrorífica y espeluznante del Universo se acercaba enérgicamente hacía mí: un runner. Un tipo de 1,90 de estatura, con cinta blanca en el pelo, pantalones cortos de tenista de los ochenta, cara de David Hasselhoff y sonrisa inquebrantable. Ese hijo de puta decía que era mi entrenador personal. Debía pasar el resto de mi existencia en un recoveco del Infierno compuesto por una pista de atletismo y el soplapollas más grande que podáis imaginar. De saber que mis pecados me llevarían a esto, me hubiese hecho cartujo.
El personal trainer, en inglés da todavía más grima, me dijo que debía bajar quince kilos, como si una vez muerto me pudiese dar un ataque al corazón, y me comentó que había mucho “working” que hacer conmigo. Terminé aceptando el pasarme 12 horas del día haciendo ejercicio y hasta el comer nueces y una cosa horrible que se llama brócoli, pero había algo que no conseguía soportar: Sus frases motivadoras. Ridiculeces del tipo: “Ganar no significa conseguir el primer lugar, significa dar lo mejor de ti mismo”, “tu cuerpo es una escultura y tú eres el artista” o “no se fracasa hasta que se deja de intentar”. Día tras día lo mismo. En esos momentos me imaginaba retándole a un duelo a cara de perro y pegándole una paliza que le callara para siempre, pero finalmente, el día en que no pude más, le maté durante las ocho horas en que dormía, ni una más ni una menos. Cobarde hasta en el Infierno.
Volvieron a decir mi nombre. Volvió a salir el humo blanco. Volvía a estar en el despacho del Diablo. Una vez allí, lejos de increparme, fue muy diplomático y después de invitarme a una copa de vodka Knevep, hasta ahí llega Mercadona, me comenzó a resolver alguna de las dudas que más me inquietaban: qué opinaba de la pelí del ‘Exorcista’, dónde tenía a Hitler o por qué se aparecía en la habitación de Juana de Arco pudiendo hacerlo en la de Beyoncé. Pronto creamos una complicidad que le permitió sincerarse conmigo. Me dijo que los primeros diez mil años, en su juventud, disfrutaba con su trabajo creando y expandiendo el terror, pero que ahora se sentía triste, cansado y sin ideas. Que ni siquiera saboreaba momentos de lucidez como poner de moda la batucada.
Llegó a derrumbarse cuando comenzó a contarme que debido a su ineficacia los humanos habíamos creado herramientas para jodernos la vida sin necesitad de ayuda: el tinte de pelo masculino, Forocoches o la cerveza artesana, entre otras grandes ideas para hacer del mundo un lugar deplorable. Se puso a llorar escandalosamente, como un niño en una película clásica doblada, logrando acongojar a un tullido emocional como yo. Le dije que todo tenía remedio, que debía ponerse en manos de profesionales. Giró su ordenador hacía mí y me enseñó una cámara de seguridad que enfocaba a un sótano con más de doscientos psicólogos argentinos. Todos con cinta aislante en la boca. Le alabé el buen gusto y seguí consolándole. No paraba de llorar, repetía una y otra vez lo duro que era ser inmortal y no tener ganas de vivir.
Con la cara cubierta de lagrimones y tragando mocos de forma bastante ridícula, me confesó que su naufragio interior comenzó hace setenta y siete años cuando empezó a descarriarse una criatura a la que despreciaba y temía, un tipo cursi hasta el hartazgo al que no soportaría ver en el Infierno: Antonio Gala. Me habló de sus noches en vela imaginando a Gala cerca de él, ataviado con sus horrendos pañuelitos, recitando sus poemas para seguidoras de telenovelas de época y dando consejos para vivir un amor sincero. Le entendí perfectamente.
Ayudado por varios gramos de ayahuasca se me ocurrió un plan para apaciguar su dolor: recordé lo avanzado de la enfermedad de Gala y me ofrecí a ir Madrid con el propósito de que el escritor no parara de hacer cosas buenas en sus últimos días de vida. Satanás aceptó con las expectativas de un enfermo de leucemia al que le aseguran menos de tres meses de vida y recurre a un curandero. Después de convencer a Gala para que hiciese el bien, haciéndole ver que en el infierno se encontraría con Camilo José Cela tirándose pedos, regresé al Inframundo satisfecho por mi buena acción.
Me encantó comprobar que el Diablo estaba exultante, como un hombre que supera una cáncer terrible cuando ya se iba a dejar vencer. Estaba muy agradecido y se vio en la obligación moral de recompensarme por todo lo que había hecho por él. Después de medio minuto de falsa modestia le comenté que quería reencontrarme con una persona que había sido fundamental en mi vida y sabía que estaba allí, el ser humano al que mas he querido, el que más me ha ayudado en los malos momentos: José Luis Cantero, “El Fary”. Accedió bastante extrañado.
Una puerta se abrió a mi paso. Anduve unos metros y allí estaba él, en la parte del Infierno reservada a los genios. Fumaba un habano mientras le explicaba a Darwin la importancia del concepto de la mandanga. Por primera vez en mi vida, supe lo que era la felicidad.

27 de enero de 2015

El secuestro de Pérez-Reverte


Las condiciones eran óptimas para que me consiguiera dormir: luz apagada, pis hecho y la manta cubriendo mis ojos para que los fantasmas no me vieran. Pero aún así, no me podía dormir. Cuando de pequeño el sueño no me acompañaba, un episodio muy recurrente era pensar en la muerte de mis padres. El procedimiento era sencillo: apuntaba mentalmente su edad, pensaba en cuál era la esperanza de vida en España, sin tener ni idea de qué era eso, y hacía un cálculo nada aproximado de los años de vida que les quedaban a mis padres. No era difícil.

Tenía olvidada aquella etapa nada heroica de mi vida, cuando hace menos de un año volví a hacer la misma operación. También cubriéndome los ojos con la manta, pero esta vez por frío. Seguía viviendo de mis padres, ellos me lo pagaban todo, aunque siempre que podía dejaba claro en redes sociales que era una persona muy independiente.

Vivía en una ciudad grande, la más grande, lejos de mi pequeño pueblo costero. Me daba mucha vergüenza decir que era un mantenido y siempre que volvía a casa, a la de mis padres, le decía a la gente que estaba escribiendo una novela. Luego me adelantaba a su pregunta, que siempre era la misma, y les pedía que no me metieran prisa, que Cortázar tardó cuatro años en escribir ‘Rayuela’ y tres años le costó a Vargas Llosa acabar ‘La ciudad y los perros’. La gente se esforzaba por hacer ver que me creían, que confiaban en mi talento, pero sabían tan bien como yo que era un maldito parásito. Mis amigos decían a mis espaldas que a ver cuándo escribía la novela de hacer algo con mi puta vida.  No crean que de donde vengo la gente destaca por su brillantez, allí los chavales utilizan los garajes para masturbarse y no para inventar potentísimos sistemas informáticos.

Una tarde me llamo Agustín, otro estafador de padres como yo, pero este de interior, y me propuso ir a la presentación de la última novela de Pérez-Reverte. No había leído ninguno de sus libros pero valía la pena solo por echarle unas fotos y que mis amigos de Facebook tuviesen claro que mi vida era trepidante. Al concluir Reverte el primer cuarto de hora de su aséptica charla, ya sabía cuál era el plan para acabar con mis demonios.

Mi objetivo vital pasó a ser solo una cosa: secuestrar a Pérez-Reverte. Caminé por su barrio; hice guardia en uno de esos bares de viejo donde ponen galletas de café con la cerveza; me inventé falsas entrevistas para tenerle localizado…pero no encontraba el momento idóneo en el que acecharle. Un día, en uno de esos talleres literarios impartidos por gente todavía más farsante que yo, vi a una de mis compañeras escribir en Tinder, concretamente a la que es asiática y tiene nombre de perro de señora mayor. Se estaba escribiendo con un tal Alfredo. Seguí mirando la conversación olvidándome por completo del majadero de mi profesor y de pronto vi que estaba hablando con Pérez-Reverte. ¡Pérez-Reverte tenía Tinder! No podía desaprovechar la oportunidad, y no lo hice, en el primer momento en que mi compañera se fue al baño le robé el móvil y salí de allí pitando. Comencé a escribir a Reverte.

El cabrón era un romántico, sabía cómo seducir a una mujer y no dudaba en mandar emoticonos de corazones atravesados por flechas. Luego comenzó a llamarme doncella y a hablarme de honor y relaciones sexuales en el Flandes español y comenzó a darme algo de grima, pero finalmente conseguí una cita con él. Para parecer una mujer fui a comprarme una peluca, el dependiente me dijo que solo quedaban de color violeta, me pareció una buena compra y me la llevé. Cuando Reverte vio llegar al travesti en el que me había convertido hizo un amago de irse, supongo que la reacción era lógica, pero le hice creer que en ese momento decenas de cámaras nos enfocaban. Que si no hacía lo que yo le pedía, le tiraba boca y mañana sería portada de todas las revistas de cotilleos. No daba su brazo a torcer, intentaba mantener la pose de tío duro que tanto tiempo le había costado conseguir. El tío se creía Ivanhoe, así que no tuve más remedio que recurrir a lo más bajo: “A la última persona que no hizo caso a este mismo chantaje, la publicación de las fotografías le castigó tanto el cerebro que acabó contratando a Eduardo Inda”. Reverte se desmoronó y cayó al suelo. En el suelo había un chicle.

Intenté ser educado, le dije que me llamaba Dante. Me contestó que mis padres tuvieron una necesidad de autorrealización enfermiza. No se lo negué. Pensé en seguir con mi impostada diplomacia y dejar que me acompañara en el asiento del copiloto, pero joder, para una vez que iba a secuestrar a alguien quería hacerlo como los grandes, como los clásicos, le pedí por favor que se metiera en el maletero, que gritara mucho, como si estuviese cagado de miedo y que dijera que me iba a arrepentir de esto. El tipo dejó de lado su ego y accedió. Me senté en el coche y programé el GPS en dirección a Castellar de la Muela, la aldea de mi abuelo. Allí nadie había leído un libro jamás y mi invitado pasaría desapercibido. Nada más llegar le pedí ayuda a Anto-to-tonio, un tartamudo amigo de la infancia realmente peligroso. El cabrón estaba muy fuerte y no le costó demasiado enseñarle a Reverte de que iba mi juego.

Yo tenía sombreros, americanas y varios años sufriendo bullyng en el colegio, todo lo necesario para ser escritor, pero precisamente escribir me daba mucha pereza. Ahí entraba Pérez-Reverte. Hice que se sentara en una silla, le inmovilice las piernas, le di un bolígrafo y cinco meses para escribir un novela que pasara a la Historia de la Literatura.  Durante ese tiempo busqué aislarme de cualquier información, no quería conocer las especulaciones que estaba barajando la policía, sabía que nadie podría imaginar un secuestro sin rescate y a eso me aferraba para mantener la calma. Me sentía el hijo de puta más astuto de este pequeño planeta, un tipo totalmente quieto en unas escaleras mecánicas que conducían al éxito.

Había oído que los artistas consumían drogas cuando se tenían que enfrentar a un exigente proceso creativo, así que obligué a Reverte a tomar LSD, setas y mucho peyote. A las horas había escrito una autentica afrenta a la Literatura Universal y, no sé por qué, pero me confundía continuamente con Luis Aragonés. Decía que yo tenía gran parte del mérito del éxito de La Roja. Por razones obvias, aparté las drogas de la dieta de mi invitado y en tres meses y medio Reverte había puesto el punto final a la obra. La repasé decenas de veces antes de darla a conocer. Pronto contactaron conmigo los mejores editores del país y la novela superó en ventas mis pronósticos más optimistas. Conocidos que antes me esquivaban ahora se hacía los encontradizos, unas personas de Badajoz crearon un club de fans y engañé a varias chicas ansiosas por encontrar un novio feo pero inteligente. Recuerdo que llegó un momento que hasta me asusté de la notoriedad que estaba adquiriendo, y en que la adrenalina casi acaba conmigo cuando me llamaron de Planeta para decirme que el próximo premio amañado era para mí.

Inmerso en un éxito imposible de enajenar del ocio y la despreocupación, terminé dando permiso a Anto-to-tonio para que soltara a Pérez-Reverte. El muy desagradecido no tardó nada en dejar patente mi condición de secuestrador aficionado y convocó una rueda de prensa en la que no olvidó ni un solo detalle. Después de aquello unos nacionales me sacaron de mi casa, entre  risas e insultos, y me llevaron a una fría prisión de Soria donde permanecí cinco horribles años. Cuando llegué todos los reclusos me querían agredir, pensé que había mucho fan de Pérez Reverte entre rejas, pero enseguida me quedó claro que no había mucho ocio allí dentro y partirme la cara era lo más estimulante que podían hacer. No les juzgó por ello. Sobreviví gracias a la ayuda de un seropositivo moldavo aficionado a José Mercé: yo aguantaba que me tocara las palmas y él me protegía de toda esa pandilla de tarados.

Al terminar mi odisea en ese espantoso lugar, me contaron que un tsunami había matado a mis padres en la playa de Gandía, que me daban el pésame y que me pusiera en contacto con un asesor para heredar dos casas, un todoterreno y  cientos de miles de euros. Vale, sigo viviendo del dinero de mis padres, pero ahora nadie me puede negar que soy una persona independiente.

5 de marzo de 2014

los diferentes


Mi primo Prudencio siempre fue mi mejor amigo. Un día, después de despedirse de todo Manzón del Río, porque en los pueblos todos somos familia, cogió un saco con ropa y se largó a Barcelona. Aquello fue un drama para mí. Volvió de visita a los siete meses. Estaba muy cambiado. El tío llevaba ropas llamativas, una barba que olía a sudor de viejo, unas New Balance rosas y una frase de Bukowski tatuada en la nuca. Aún así, le abracé. Había esperado con mucha ansia su regreso. Le hablé de los planes que había pensado hacer con él durante el tiempo que estuviera en el pueblo. Durante esos días, a priori insustanciales, nuestras vidas cambiarían para siempre.

Me confesó que ya no le divertía matar gallinas a pedradas, ni siquiera nuestras competiciones a ver quién tiraba la carretilla más lejos. Que lo que se llevaba ahora es tener inquietudes. Que a él ahora le gustaba el jazz, el blues, la fotografía y leer. Mi primo, que desde que es gilipollas, o sea desde siempre, lo único que había leído era la Guía Marca, ahora decía que le apasionaba leer. Lamenté no ir armado.

Comenzaba a ponerme nervioso, cuando me comentó que desde que tenía inquietudes no paraba de follar: Lituanas, ucranianas, filipinas, de La Manga del Mar Menor... mi primo, que es tan feo que siempre terminaba liándose con la bizca del pueblo, no paraba de copular. A veces, según me dijo, hasta con tías que pronunciaban todas las letras de una palabra. Me dio rabia. Le acompañé a la ciudad.

Nada más llegar a la estación de autobuses de Barcelona, o Barna como decía mi primo, me entraron muchas ganas de almorzar. Le dije de hacernos un plato de huevos fritos con jamón. Me dijo que no, que no tengo ni idea, que lo que se lleva ahora es el brunch. El brunch, para los que no sabéis lo que es, es como un almuerzo pero costándote tres veces más.

Por la noche le pedí a Prudencio que me llevara a conocer a su cuadrilla. Hizo todo lo posible para tenerme alejado de ellos, pero finalmente accedió. Fuimos al piso de un tal Beto. Allí, se bebía vino blanco, se utilizaba mucho la palabra bizarro y se escuchaba música en vinilo. Mi primo no paraba de repetir lo bien que sonaba la música en un tocadiscos. Parecía razonable. Lo que no me lo parecía tanto, es que escucharan la música con la tele de fondo y hablando, con lo que era casi imposible detectar la supremacía de la música en vinilo, pero supuse que ellos podrían hacerlo de alguna manera. Me aburría muchísimo. Pronto se pusieron a discutir sobre temas absurdos, como qué se llevarían a una isla desierta. Beto dijo: “La invitación a la ejecución” de Nabokov. Me pregunté si era un actor porno de Los Urales, pero se ve que no. José Manuel o JM, que era otro despreciable amigo de mi primo, dijo que a la isla se llevaría su ukelele y a la Natalie Portman de Closer. A mi primo le bastaba con el olor a lluvia por las mañanas. Todavía desconozco por qué con esta pregunta todo el mundo se ve obligado a responder algo creativo. Yo dije que comida y agua. Todos se rieron. Beto dijo que yo era un asilvestrado. No supe que significaba pero le rompí las gafas igual.

Habían agotado mi paciencia. Tras deliberar durante más de dos minutos, decidí acabar con la vida de mi primo para que mi familia no sufriera viendo en lo que se había convertido su chaval. Sus inquietudes, y no yo, serían su verdugo. En un primer momento pensé en estrangularle mientras dormía, pero pronto se me ocurrió algo mucho más pedagógico. Le dormí a base de cabezazos, nada de esos pinchazos modernos de hoy en día, y me lo llevé a Santa Felisa, una isla horrible entre Perejíl y Algeciras. Le dejé solo en aquel islote desierto donde ni siquiera había un puto arbusto en el que colgarse. Su único contacto con la humanidad sería mi amigo Miroslav, un ex terrorista checheno al que conocí en unas colonias en Albarracín, Teruel. Le encargué a Miroslav la misión de ir a la isla dos veces por semana para comer carne del bierzo y espárragos de Tudela en presencia de mi primo Prudencio. Le dije a mi primo que no se preocupara, que iba a tener olor a lluvia todas las mañanas.

Volví tres días después para contemplar mi creación. Mi primo estaba tirado sobre la arena. Débil. Muy sucio. Muy poco guay. Me cogió de la mano, y utilizando la última reserva de liquido para llorar, me dijo que admitía ser un farsante. Una estafa. Un puto fariseo. Me confesó que seguía escuchando a José Manuel Soto en la intimidad. Que no quería ir en una incómoda bicicleta existiendo mil combinaciones de metro. Que odiaba The Artist, pero como era muda y en blanco y negro, no tenía agallas para criticarla. Que odiaba tener que llevar una Polaroid habiendo cámaras digitales cojonudas. El comprar ropa de segunda mano más cara que la de primera. El rememorar los años 80 sin chutarse heroína. El tener que repetir que fumaba tabaco de liar porque era más barato, siendo su padre el que más gorrinos tenía en toda la comarca. Pedía clemencia por haberse alineado con los poseedores de la verdad. Por haber puesto maquillaje a su mediocre vida.

Después de humillarse diseccionando durante largas horas su gran farsa, intentó hacerme entender las razones que le habían llevado a convertirse en hipster. Me reveló que él, y la gente como él, se aprendían tres músicos, tres directores de cine y un par de escritores, con los que siendo tremendamente feos podían competir en las discotecas. Que todo era una estrategia para contrarrestar esos dientes que siempre pierden al Tetris, sus pelos en la parte trasera de la oreja y su poca agilidad mental a la hora de ligar. Aquel gesto honró a mi primo, pensé en salvarle la vida, pero Miroslav ya le había cogido el gusto a eso de comer delante suyo, y claro, no iba a joder al chaval con lo mal que lo están pasando en su país.

Gracias a la confesión de mi primo había encontrado la fisura que toda la sociedad buscaba en la coraza de los hipsters. Podía revelar su estafa al mundo. Podía dejar Malasaña como Pompeya. Podía terminar con ellos para siempre. Pero antes, recordé que yo también era feo. Muy feo. Mis cantantes favoritos pasaron a ser John Coltrane, Ian Curtis y Edith Piaf. Me comentaron que David Linch, Yasujiro Ozú y Bergman podían servirme como directores de cine. Burroughs y Dos Passos, mis escritores de cabecera. Todavía sigo jugando.



12 de mayo de 2013

un suelo muy blando



Mi padre o mi viejo, que es como llamamos la gente pobre y sin educación a nuestros padres, fue campeón mundial de boxeo. Puede que no os suene: Franco prohibió hablar de sus logros porque era trotskista.

En los años sesenta un día le tocaba a Frazier saborear sus indomables puños y al día siguiente era Cassius Clay el que desprendía su sangre ante él. Mi progenitor lo tenía todo: millones de dólares, flashes y mucho amor. Había sido el boxeador favorito de Hemingway y por su cama pasaron las mujeres más bellas. Pero un día, porque todo lo malo pasa en algún día, mi padre se enamoró de una feminista. Eso en los Estados Unidos de los años sesenta, lógicamente, no hubo quien lo entendiera.

La prensa empezó a decir que esa “cortapenes”, que terminaría siendo mi madre, le obligaba a mear sentado para no manchar o que, incluso, se negaba a traerle la cerveza cuando el, en una bajada de pantalones intolerable, se lo pedía por favor. Lógicamente, mi padre terminó separándose de ese monstruo sin principios y se casó con una chica del Opus. Pero para entonces, las 50 estrellas de la bandera americana ya se habían unido para truncarle la carrera.

Mi viejo trabajó los siguientes cuarenta años levantando una banderín blanco y amarillo en la estación de trenes de Deadwood, Dakota del Sur. Allí, vestido con un humillante uniforme de funcionario estatal de ferrocarriles, planeó hasta tres suicidios. Pese a ello, mi padre nunca olvidó el boxeo. Siempre que sonaba la campana de la Iglesia se levantaba y se ponía en posición de entrar en combate.  

Con el tiempo, a mi padre le diagnosticaron leucemia. El médico le dio pocos meses de vida, ahora no recuerdo si fueron cinco o seis. Pero sí recuerdo que me gritó: Enrique, ven aquí. Mi progenitor me dijo que me sentara junto a él y con lágrimas en los ojos me pidió un último deseo. Conociendo al viejo pensaba que me pediría una noche de desenfreno, en algún club de carretera con olor a detergente en oferta, pero me pidió volver a boxear. Yo le dije que estaba loco, que había perdido el juicio, que con su enfermedad cualquier golpe podía ser el último.

Mi padre tenía 77 años, pesaba 50 kilos como consecuencia de la “quimio” y no se había subido a un ring desde hacía cuarenta años. Como no podía ser de otra forma, dos días después de nuestra conversación, el muy hijo de puta organizó una pelea. Su contrincante era James Sutton, un escocés lechoso de 19 años. Me dirigí al gimnasio Puma, donde siempre hacían acto de presencia representantes varios de la imperfección humana. Allí estaba mi padre, con un ridículo pantalón rojo y su débil cuerpo todavía limpio. La gente no le había olvidado y aquel antro se llenó de viejos rockeros que habían perdonado que mi padre conociera a mi madre, ¡a quién se le ocurre!. Se habían desplazado hasta allí desde todos los Estados para ver su último combate, el fin de la leyenda.

El árbitro dio paso a la pelea. Mi padre se movía con pasos lentos, como si llevara ya una semana sobre el ring. En cambio, el escocés, que afrontaba su cuarto combate, se movía de forma descoordinada, pero a mucha velocidad. Pronto, el hijo de Escocia comenzó a golpear al viejo: en el costado, en el abdomen, en la cara...No entendía cómo mi padre se prestaba a esto. Él, que había luchado en el Madison Square Garden contra los más grandes, dejándose humillar por un pajillero. Antes de acabar el primer asalto, un golpe muy duro hizo que mi padre se desplomara. No pude aguantar y salté al ring. El cuadrilátero estaba lleno de su sangre. Me acerque rápidamente y cuando tuve su caído cuerpo delante, vi que mi viejo estaba sonriendo. Era acojonante, había recuperando esa alegría que le habían arrebatado hace más de cuarenta años. Nunca antes le había visto reír.  Nos abrazamos y lloramos juntos.

Horas después, mi padre murió en la habitación 157 del hospital George Washington de Deadwood. Cuando pienso cómo le irá, me lo imagino sin sondas ni prohibiciones médicas. En una isla del más allá, sentado en una cómoda silla de terraza y rodeado de amigos,  mientras espera, con la calma que da la muerte, a que yo llegue en algún velero con una caja de montecristos.

23 de octubre de 2012

madre tierra


Nunca me sedujo demasiado el sudor y tampoco la satisfacción posterior al trabajo bien hecho, todas las cimas que conquisté en mi penosa existencia fueron gracias al dinero de papá. Era tan inútil para la vida que el hijo del sastre de mi barrio, enganchado a caballo desde los diecisiete y seguro de ser descendiente directo de Elvis Presley, hablaba de mí a sus a sus colegas como el chaval desgarbado al que le hacía falta centrarse. Muerto mi padre de gangrena momentos después de morderse la lengua comiendo sopa de repollo, me encontré con veinticuatro años y seis millones de dólares acuñados en México.

En una viaje a Melbourne con el único propósito de adquirir piel de koala para decorar el suelo de mi trastero, terminé comprando una pequeña isla a cincuenta millas de la antigua capital australiana. Allí, me instalé dispuesto a iniciar una nueva vida con la meditada idea de atravesar mi sien con un cuchillo el día que se esfumase el último billete verde. Lo tenía todo: una casa victoriana, un mayordomo sordomudo al que me dirigía con el nombre de Stevens en honor al papel de Anthony Hopkins en Lo que queda del día, un chubasquero pistacho para salir a pescar y un barquito de millón y medio de dólares con tres camarotes.

Yo siempre esperaba a Steven en la mecedora de la terraza cuando este dos días por semana iba a la ciudad a por herramientas y alimento, una actividad rutinaria que terminó cuando mi, hasta entonces, fiel mayordomo decidió quedarse con el suelo asfaltado y los videoclubs 24 horas antes que con mi isla y mi dinero, todo sin dejar ni un maldito post-it hortera en el frigorífico, privándome de su compañía y de algo tan importante para un isleño como su barco. Me encontraba perdido en un pequeño desierto del jodido hemisferio sur y condenado a vivir como uno de esos hippys por los que siempre mostrare un sincero desprecio. Durante muchos años comía las hortalizas que cultivaba y el pescado que antes despreciaba.

Una mañana mientras representaba el to be, or no to be con un cangrejo y una piedra empecé a notar un olor nauseabundo al que no encontraba dueño. De pronto, en una canoa de aluminio con el rostro de Gandhi vi como se acercaban cuatro tipos sonrientes con muchas rastas y las camisetas de colores más feas que había visto jamás. Me devolvieron a la costa después de soportar un buen número de esas canciones de excursión que tantos vómitos producen. Sin tiempo para destrozar mi esófago con una buena copa después de tanto tiempo bebiendo zumo, me llevaron a la sede central de la principal televisión pública australiana. Abrieron con mis historia el telediario, al día siguiente mientras el gobierno costeaba mi hotel de la plaza Russel Crow esquina con la calle Nicole Kidman y la tienda de ultramarinos Mel Gibson, me convertí en una víctima de la propaganda política, en un jodido héroe nacional.

No entendía nada los primeros días hasta que cansado de ver mi torso musculoso en todas las televisiones, decidí arreglar una reliquia de ordenador y pude leer en un internet sometido a censura que en mi ausencia los ecologistas se habían hecho con el poder en todos los países del mundo menos China y Corea del Norte, que resistían de forma heroica los intentos continuos de invasión de las tropas verdes dispuestas a dejar a los dos países orientales sin cerdo agridulce y pollo al limón. Sobre mi cuarto mes en aquella habitación oscura dos soldados con uniforme hecho de flores entraron en mi cuarto obviando tramites absurdos como llamar a la puerta y me llevaron ante el ministro australiano de defensa, según me comentó se terminaba de reunir con su homólogo español Macaco y la primera dama la también ex cantante Bebe, que con su poblado bello en la axila era un ejemplo de belleza en este puto país de tarados.

Me nombraron teniente del ejército de tierra por la para ellos admirable manera en que sobreviví con los recursos que la tierra me proporcionaba. Me dieron una bicicleta, no es que me hubiese vuelto idiota, es que este era el único medio de transporte terrestre a parte del skate, medio que sólo se lo podían permitir las elites económicas entre las que por supuesto se encontraba el presidente de la compañía BH, los curanderos y los creadores de yogures insípidos con frutas. Escoltado por cinco soldados en lo que parecía una etapa mediocre de la Vuelta a España entre Cuenca y Guadalajara llegué a una gran fortificación cubierta por plantas venenosas tropicales y miles de cactus donde me esperaba un hombre todo lo elegante que se podía ser en el contexto de aquel terrible momento histórico para los defensores del buen gusto.

Me ofreció una sopa de mango horrible y me enseñó el campamento por dentro. Poco tardé en darme cuenta de que aquello no era un jardín botánico y sí un campo de tortura con cientos de guardias con unas irritantes ganas de vivir en vez de SS, pero en la práctica tan perversos y sanguinarios como Goering, Goebbels y Rudolf Hess. Mi misión era organizar los barcos que todas las semanas llegaban desde todas las ciudades de occidente y una vez en el campo distribuir a la muchedumbre en los barracones. Había presos de todo pelaje, creo que hasta vi a Eduardo Zaplana por allí.

Los motivos de la captura de los distintos prisioneros eran un disparate: Ser descendiente directo de cazadores de tordos, encubrir o esconder a directores de zoológico, haber grabado y difundido vídeos sobre fauna mostrando en público la vida privada de familias de animales sin permiso previo de estos, historiadores de instituto que decían que América se descubrió con tres carabelas fabricadas con madera, así como quiosqueros a los que se les acusaba de enriquecerse con la venta de libretas o ciudadanos desobedientes al punto número dos de la Constitución: O reciclas o terminas reciclado.

En aquel macabro lugar no se terminaba con la vida de nadie directamente, pero las distintas torturas terminaban consumiendo hasta al más fuerte de los presos. Después de dormir catorce horas obligatorias como dictaba el punto número uno de las leyes australianas de fuma flores los reclusos tenían dos horas de yoga, medio hora de visita del sumo sacerdote ecologista con su guitarra y esas melodías que siempre rimaban con piña, almendro y madre naturaleza, descanso de media hora para comer productos insulsos todos de color verde, bricolaje al sol y escalada hasta la hora de ir a dormir. Nadie conseguía aguantar más de diez años aquellos intentos de reintegración a la sociedad y de los cactus colgaban todas las mañanas decenas de enemigos del planeta.

El eterno presidente chino Jintao respaldado por el presidente norcoreano,MiniJintao, optaron por secuestrar a todos los osos panda desde Shangai a Hong Kong con el objetivo de exigir a las tropas verdes mundiales la entrega de sus armas, el rechazo público de sus convicciones morales y la vuelta al viejo mundo si querían evitar la muerte de los ocho mil pandas que habitaban la República Popular China. Dos horas más tarde, como era de prever, la gran comisión green declaró el final de la guerra y la rendición total de sus hombres.

Desde Nuremberg donde me encuentro para ser juzgado y en pocos días ahorcado, reconozco el nivel de Síndrome de Estocolmo que alcancé, por primera vez sin ningún esfuerzo era reconocido, protegido por un colectivo y mis decisiones se tomaban en serio. Todos somos conscientes de que los ríos no se deben llenar de latas de sardinas, los chicles no se deben pegar en el último asiento del autobús y la gente que incumple leyes urbanísticas o se dedica a quemar hectáreas de tierra ajena para posteriormente construir debe responder por sus actos, pero yo desde esta prisión sombría del sur de Alemania animo a la gente que no consigue ser embajador en Washington, Premio Pulitzer o guitarrista de los Rolling Stones a resignarse como hacemos todos y no dejarse influenciar por colectivos sadomasoquistas.

10 de febrero de 2011

ciudadano francés

Los franceses son esos seres viles, esclavos de su ego, de sonrisa entrecortada, con cinco dedos índices, traidores por naturaleza y que tienen por antepasados a Judas y a Caín.  Mientras en España se comía lagartijas y ratas, se prohibían películas donde se viera una rodilla femenina y libros que no hablasen de excursiones a Sierra Morena, en Francia: surgía la moda, los automóviles no eran objeto de élites y todos los días miles de españoles escuálidos cruzaban la frontera para ver películas eróticas o trabajar besándole los juanetes a un gabacho. El papel de hermano mayor, que asumió Francia frente a unos españoles que se limitaban a imitar, terminó creando una envidia y un odio que llega hasta nuestros días, incluida mi acomodada generación.

Es cierto, que los franceses nos miran por encima del hombro, pero realmente prefiero esa declaración de intenciones que a los putos suizos. No soporto a la gente neutral. En mi pequeña ciudad costera, cuando venían todos los veranos dos parejas de franceses a unos bungalows con medido jardín y san bernardo holgazán, los oriundos en un acto de valentía apedreábamos sus Renault Laguna y sus Peugeot 406 para vengar lo que nos robó Napoleón. El verano era muy largo y nos terminábamos aburriendo 

Podría haber continuado así mucho tiempo, pero conseguí quitarme el parche de los ojos y darme cuenta de que Francia era el paraíso, Hollywood para un actor de reparto y el Sant Jordi para una orquesta de pueblo. Una noche me replanteé si realmente valía la pena ser español. Trabajaba por aquel entonces en una puta hamburguesería yanqui donde a cambio de no desvelar el origen de la deliciosa carne de vacuno y llevar un gorro horrendo con una luz incandescente, recibía 800 cochinos euros. Mis amigos no me llamaban desde verano alegando que desde que estoy calvo alejo a las mujeres, como si hubiesen ligado alguna vez en sus repugnantes vidas, y desde que recuerdo soporto burlas por mi combativo acné. En definitiva, antes de terminar en los brazos del juego y la bebida vi en Francia el país de las oportunidades, ya que nadie sabe vender una mentira mejor que ellos, y yo por aquel entonces, no era más que una farsa de persona.

Le France nos tiene a todos engañados, son capaces de vendernos un café aguado por cuatro euros y medio, hacernos pensar que una mierda como mayo del 68 sirvió para algo, reescribir su historia haciéndonos creer que los galos pusieron en apuros a los romanos o que tuvieron una actitud heroica en la segunda guerra mundial, donde Hitler tumbó La Línea Maginot con cuatro batallones de amas de casa de Hamburgo.

Por otro lado, Francia es el mundo de las oportunidades, el dorado de los inútiles, un país donde un director obtuso como Jean Pierre Jeunet puede hacer una mierda descomunal como Amelie y ,con una buena banda sonora y un poco de calor, ganarse a la crítica de medio mundo con una protagonista en el borde del retraso mental. Una tierra donde aprovechando las posibilidades de la lengua francesa una criatura del tamaño de una nuez y con una cara de fondo de alcantarilla como Nicolás Sarkozy puede terminar con una mujer como Carla Bruni, situación impensable en mi antigua patria España donde un affaire entre Bonilla y Elsa Pataki no se ve ni cuando el primero es el director del film. También les admiro por negarse a sudar y mandar a la guerra moderna que es el fútbol a congoleños y argelinos para defender el escudo del pollo mientras ellos en su sofá burdeos se ponen gordos a fuá y caracoles.

De vez en cuando, reconozco que me entran tentaciones de volver a ser español y ganas de comprobar si es cierto, eso que dicen los viejos, de que cuando a un francés pseudointelectual le haces participe de una cosa tan española como la patada en los cojones, comienza hablar con acento de Tomelloso.

Por suerte pronto vuelvo a la senda correcta y me doy cuenta del punto ganado que tiene cualquier francés respecto a un español. Por ejemplo, en España la situación de nuestros filósofos es atroz, en cambio si en vez de apellidarse González o Ruano se apellidasen con apellidos que venden más al mercado exterior como Montparnuse o Sabaulen, en España Platón y Descartes serían la Constitución. En la misma línea, los artistas españoles no son inferiores a sus homólogos franceses, pero basta con preguntar en Brighton, Gante o Ulán Bator y comprobar que son mucho más admirados los Dumas, Balzac y Truffaut. Tampoco suena igual el Sena que el Manzanares o la Nouvelle Vague que La Movida.

Por todo ello y con buen criterio por mi parte, actualmente soy ciudadano francés, me llamo Henry, soy frío como un robot, pienso que la modestia es el orgullo de los mediocres y me puedo tirar todos los pedos que quiera porque pedo en francés es pet y suena muy fino.

20 de septiembre de 2010