Mi padre o mi
viejo, que es como llamamos la gente pobre y sin educación a nuestros padres,
fue campeón mundial de boxeo. Puede que no os suene: Franco prohibió hablar de
sus logros porque era trotskista.
En los años sesenta
un día le tocaba a Frazier saborear sus indomables puños y al día siguiente era
Cassius Clay el que desprendía su sangre ante él. Mi progenitor lo tenía todo:
millones de dólares, flashes y mucho amor. Había sido el boxeador favorito
de Hemingway y por su cama pasaron las mujeres más bellas. Pero un día,
porque todo lo malo pasa en algún día, mi padre se enamoró de una feminista.
Eso en los Estados Unidos de los años sesenta, lógicamente, no hubo quien lo
entendiera.
La prensa empezó a
decir que esa “cortapenes”, que terminaría siendo mi madre, le obligaba a mear
sentado para no manchar o que, incluso, se negaba a traerle la cerveza cuando
el, en una bajada de pantalones intolerable, se lo pedía por favor.
Lógicamente, mi padre terminó separándose de ese monstruo sin principios y se
casó con una chica del Opus. Pero para entonces, las 50 estrellas de la bandera
americana ya se habían unido para truncarle la carrera.
Mi viejo trabajó
los siguientes cuarenta años levantando una banderín blanco y amarillo en la
estación de trenes de Deadwood, Dakota del Sur. Allí, vestido con un humillante
uniforme de funcionario estatal de ferrocarriles, planeó hasta tres suicidios.
Pese a ello, mi padre nunca olvidó el boxeo. Siempre que sonaba la campana de
la Iglesia se levantaba y se ponía en posición de entrar en combate.
Con el tiempo, a mi
padre le diagnosticaron leucemia. El médico le dio pocos meses de vida, ahora
no recuerdo si fueron cinco o seis. Pero sí recuerdo que me gritó: Enrique, ven
aquí. Mi progenitor me dijo que me sentara junto a él y con lágrimas en los
ojos me pidió un último deseo. Conociendo al viejo pensaba que me pediría una
noche de desenfreno, en algún club de carretera con olor a detergente en
oferta, pero me pidió volver a boxear. Yo le dije que estaba loco, que había perdido
el juicio, que con su enfermedad cualquier golpe podía ser el último.
Mi padre tenía 77
años, pesaba 50 kilos como consecuencia de la “quimio” y no se había subido a
un ring desde hacía cuarenta años. Como no podía ser de otra forma, dos días
después de nuestra conversación, el muy hijo de puta organizó una pelea. Su
contrincante era James Sutton, un escocés lechoso de 19 años. Me dirigí al
gimnasio Puma, donde siempre hacían acto de presencia representantes varios de
la imperfección humana. Allí estaba mi padre, con un ridículo pantalón rojo y
su débil cuerpo todavía limpio. La gente no le había olvidado y aquel antro se
llenó de viejos rockeros que habían perdonado que mi padre conociera a mi madre, ¡a quién se le
ocurre!. Se habían desplazado hasta allí desde todos los Estados para ver su
último combate, el fin de la leyenda.
El árbitro dio paso
a la pelea. Mi padre se movía con pasos lentos, como si llevara ya una semana
sobre el ring. En cambio, el escocés, que afrontaba su cuarto combate, se movía
de forma descoordinada, pero a mucha velocidad. Pronto, el hijo de Escocia
comenzó a golpear al viejo: en el costado, en el abdomen, en la cara...No
entendía cómo mi padre se prestaba a esto. Él, que había luchado en el Madison
Square Garden contra los más grandes, dejándose humillar por un pajillero.
Antes de acabar el primer asalto, un golpe muy duro hizo que mi padre se
desplomara. No pude aguantar y salté al ring. El cuadrilátero estaba
lleno de su sangre. Me acerque rápidamente y cuando tuve su caído
cuerpo delante, vi que mi viejo estaba sonriendo. Era acojonante, había
recuperando esa alegría que le habían arrebatado hace más de cuarenta años.
Nunca antes le había visto reír. Nos abrazamos y lloramos juntos.
Horas después, mi
padre murió en la habitación 157 del hospital George Washington de Deadwood.
Cuando pienso cómo le irá, me lo imagino sin sondas ni prohibiciones médicas.
En una isla del más allá, sentado en una cómoda silla de terraza y rodeado de
amigos, mientras espera, con la calma que da la muerte, a que yo llegue
en algún velero con una caja de montecristos.
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