27 de enero de 2015

El secuestro de Pérez-Reverte


Las condiciones eran óptimas para que me consiguiera dormir: luz apagada, pis hecho y la manta cubriendo mis ojos para que los fantasmas no me vieran. Pero aún así, no me podía dormir. Cuando de pequeño el sueño no me acompañaba, un episodio muy recurrente era pensar en la muerte de mis padres. El procedimiento era sencillo: apuntaba mentalmente su edad, pensaba en cuál era la esperanza de vida en España, sin tener ni idea de qué era eso, y hacía un cálculo nada aproximado de los años de vida que les quedaban a mis padres. No era difícil.

Tenía olvidada aquella etapa nada heroica de mi vida, cuando hace menos de un año volví a hacer la misma operación. También cubriéndome los ojos con la manta, pero esta vez por frío. Seguía viviendo de mis padres, ellos me lo pagaban todo, aunque siempre que podía dejaba claro en redes sociales que era una persona muy independiente.

Vivía en una ciudad grande, la más grande, lejos de mi pequeño pueblo costero. Me daba mucha vergüenza decir que era un mantenido y siempre que volvía a casa, a la de mis padres, le decía a la gente que estaba escribiendo una novela. Luego me adelantaba a su pregunta, que siempre era la misma, y les pedía que no me metieran prisa, que Cortázar tardó cuatro años en escribir ‘Rayuela’ y tres años le costó a Vargas Llosa acabar ‘La ciudad y los perros’. La gente se esforzaba por hacer ver que me creían, que confiaban en mi talento, pero sabían tan bien como yo que era un maldito parásito. Mis amigos decían a mis espaldas que a ver cuándo escribía la novela de hacer algo con mi puta vida.  No crean que de donde vengo la gente destaca por su brillantez, allí los chavales utilizan los garajes para masturbarse y no para inventar potentísimos sistemas informáticos.

Una tarde me llamo Agustín, otro estafador de padres como yo, pero este de interior, y me propuso ir a la presentación de la última novela de Pérez-Reverte. No había leído ninguno de sus libros pero valía la pena solo por echarle unas fotos y que mis amigos de Facebook tuviesen claro que mi vida era trepidante. Al concluir Reverte el primer cuarto de hora de su aséptica charla, ya sabía cuál era el plan para acabar con mis demonios.

Mi objetivo vital pasó a ser solo una cosa: secuestrar a Pérez-Reverte. Caminé por su barrio; hice guardia en uno de esos bares de viejo donde ponen galletas de café con la cerveza; me inventé falsas entrevistas para tenerle localizado…pero no encontraba el momento idóneo en el que acecharle. Un día, en uno de esos talleres literarios impartidos por gente todavía más farsante que yo, vi a una de mis compañeras escribir en Tinder, concretamente a la que es asiática y tiene nombre de perro de señora mayor. Se estaba escribiendo con un tal Alfredo. Seguí mirando la conversación olvidándome por completo del majadero de mi profesor y de pronto vi que estaba hablando con Pérez-Reverte. ¡Pérez-Reverte tenía Tinder! No podía desaprovechar la oportunidad, y no lo hice, en el primer momento en que mi compañera se fue al baño le robé el móvil y salí de allí pitando. Comencé a escribir a Reverte.

El cabrón era un romántico, sabía cómo seducir a una mujer y no dudaba en mandar emoticonos de corazones atravesados por flechas. Luego comenzó a llamarme doncella y a hablarme de honor y relaciones sexuales en el Flandes español y comenzó a darme algo de grima, pero finalmente conseguí una cita con él. Para parecer una mujer fui a comprarme una peluca, el dependiente me dijo que solo quedaban de color violeta, me pareció una buena compra y me la llevé. Cuando Reverte vio llegar al travesti en el que me había convertido hizo un amago de irse, supongo que la reacción era lógica, pero le hice creer que en ese momento decenas de cámaras nos enfocaban. Que si no hacía lo que yo le pedía, le tiraba boca y mañana sería portada de todas las revistas de cotilleos. No daba su brazo a torcer, intentaba mantener la pose de tío duro que tanto tiempo le había costado conseguir. El tío se creía Ivanhoe, así que no tuve más remedio que recurrir a lo más bajo: “A la última persona que no hizo caso a este mismo chantaje, la publicación de las fotografías le castigó tanto el cerebro que acabó contratando a Eduardo Inda”. Reverte se desmoronó y cayó al suelo. En el suelo había un chicle.

Intenté ser educado, le dije que me llamaba Dante. Me contestó que mis padres tuvieron una necesidad de autorrealización enfermiza. No se lo negué. Pensé en seguir con mi impostada diplomacia y dejar que me acompañara en el asiento del copiloto, pero joder, para una vez que iba a secuestrar a alguien quería hacerlo como los grandes, como los clásicos, le pedí por favor que se metiera en el maletero, que gritara mucho, como si estuviese cagado de miedo y que dijera que me iba a arrepentir de esto. El tipo dejó de lado su ego y accedió. Me senté en el coche y programé el GPS en dirección a Castellar de la Muela, la aldea de mi abuelo. Allí nadie había leído un libro jamás y mi invitado pasaría desapercibido. Nada más llegar le pedí ayuda a Anto-to-tonio, un tartamudo amigo de la infancia realmente peligroso. El cabrón estaba muy fuerte y no le costó demasiado enseñarle a Reverte de que iba mi juego.

Yo tenía sombreros, americanas y varios años sufriendo bullyng en el colegio, todo lo necesario para ser escritor, pero precisamente escribir me daba mucha pereza. Ahí entraba Pérez-Reverte. Hice que se sentara en una silla, le inmovilice las piernas, le di un bolígrafo y cinco meses para escribir un novela que pasara a la Historia de la Literatura.  Durante ese tiempo busqué aislarme de cualquier información, no quería conocer las especulaciones que estaba barajando la policía, sabía que nadie podría imaginar un secuestro sin rescate y a eso me aferraba para mantener la calma. Me sentía el hijo de puta más astuto de este pequeño planeta, un tipo totalmente quieto en unas escaleras mecánicas que conducían al éxito.

Había oído que los artistas consumían drogas cuando se tenían que enfrentar a un exigente proceso creativo, así que obligué a Reverte a tomar LSD, setas y mucho peyote. A las horas había escrito una autentica afrenta a la Literatura Universal y, no sé por qué, pero me confundía continuamente con Luis Aragonés. Decía que yo tenía gran parte del mérito del éxito de La Roja. Por razones obvias, aparté las drogas de la dieta de mi invitado y en tres meses y medio Reverte había puesto el punto final a la obra. La repasé decenas de veces antes de darla a conocer. Pronto contactaron conmigo los mejores editores del país y la novela superó en ventas mis pronósticos más optimistas. Conocidos que antes me esquivaban ahora se hacía los encontradizos, unas personas de Badajoz crearon un club de fans y engañé a varias chicas ansiosas por encontrar un novio feo pero inteligente. Recuerdo que llegó un momento que hasta me asusté de la notoriedad que estaba adquiriendo, y en que la adrenalina casi acaba conmigo cuando me llamaron de Planeta para decirme que el próximo premio amañado era para mí.

Inmerso en un éxito imposible de enajenar del ocio y la despreocupación, terminé dando permiso a Anto-to-tonio para que soltara a Pérez-Reverte. El muy desagradecido no tardó nada en dejar patente mi condición de secuestrador aficionado y convocó una rueda de prensa en la que no olvidó ni un solo detalle. Después de aquello unos nacionales me sacaron de mi casa, entre  risas e insultos, y me llevaron a una fría prisión de Soria donde permanecí cinco horribles años. Cuando llegué todos los reclusos me querían agredir, pensé que había mucho fan de Pérez Reverte entre rejas, pero enseguida me quedó claro que no había mucho ocio allí dentro y partirme la cara era lo más estimulante que podían hacer. No les juzgó por ello. Sobreviví gracias a la ayuda de un seropositivo moldavo aficionado a José Mercé: yo aguantaba que me tocara las palmas y él me protegía de toda esa pandilla de tarados.

Al terminar mi odisea en ese espantoso lugar, me contaron que un tsunami había matado a mis padres en la playa de Gandía, que me daban el pésame y que me pusiera en contacto con un asesor para heredar dos casas, un todoterreno y  cientos de miles de euros. Vale, sigo viviendo del dinero de mis padres, pero ahora nadie me puede negar que soy una persona independiente.

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