21 de enero de 2016

Wellcome to Hell

El Infierno se ha utilizado desde hace siglos como acicate para que los humanos intentemos tener una vida sin errores, una inapetente existencia con la que esquivar el fuego y conseguir un billete para ese todo incluido en Hawái al que llamamos Cielo. Yo nunca creí en ello, pensaba que eran habladurías de mi abuela, así que no dudé en hacer cosas terribles: maltrataba a mis padres, me enganché a la heroína, me apunté a capoeira… A los 25 años me morí y Lucifer me llamó al teléfono de casa para decirme que me esperaba en el Infierno. Era todo tan extrañó que ni me asusté.
Me envío una ubicación y allí fui. Las puertas del Infierno estaban en Totana, Murcia. Debería haberlo imaginado. Un hombre con la cara desfigurada puso en mi mano las llaves y me dio el uniforme del Inframundo: un chándal Kappa del Real Valladolid, temporada 96-97.
Al cruzar aquel portón, ya sabía que no me esperaba Caronte, el barquero que en la mitología griega conduce a las almas, pero no podía imaginar que lo haría Jacinto, el conserje de mi instituto. Esos gritos, ese palillo siempre colocado estratégicamente entre los molares y los premolares, esa camiseta de tirantes llena de manchas…el mamón seguía siendo tan cordial como un gato dentro de un saco y esta vez no había valla que saltar. Acto seguido me cogió del cuello, como tantas veces quiso hacer cuando tenía quince años, y después de organizar un baile entre sus nudillos y mi cara, recuerdo que abrió una puerta y me tiró al suelo. Acababa de entrar en el Purgatorio.
Pronto supe de qué iba aquello: Atado de pies y manos te obligaban a ver cómo dos coreanos ebrios cantaban canciones ininteligibles en un karaoke. Esa era mi condena, posiblemente, para toda la eternidad. Pasaron los días, los meses…nadie gritaba, nadie se quejaba, éramos tan dóciles como un condenado a muerte. Llegaba un momento en el que la esperanza era tan insignificante que ni siquiera nos frustrábamos. A los dos años y medio pararon la música y una voz dijo mi nombre. Eran varios guardias, entre ellos Jacinto, que me susurró que el Diablo me veía preparado para dar el paso.
Me taparon los ojos para que no conociera el camino y me los destaparon en un despacho más hortera que el de cualquier jefe de Las Maras. Al ver mi cara de psiconauta, Jacinto se debió apiadar de mí y me dio tres consejos: hazle la pelota, dile que sí a todo y bajo ningún concepto digas que Sergio Dalma te parece una mierda de cantante. Sin fuerzas para dar las gracias a ese desequilibrado mental, me senté en el despacho a esperar mi cita con Satanás. A las tres horas unos dedos largos y escuálidos me acariciaron la cabeza, mi cita con uno de los grandes misterios de la humanidad había comenzado.
Como nunca imaginé al Maligno con cuatro cabezas, ni escupiendo fuego, ni hablando en arameo, no me sorprendieron demasiado sus pintas de prejubilado de la Caja Rural de Burriana: Bajito, gordote y con muy poco ocio en su vida. Andando junto a él vi a una chica vegana a la que una abuela con varios dientes de oro le gritaba al oído que se comiera un ternasco, a un profesional del marketing al que un boxeador georgiano golpeaba cada vez que decía: stakeholders, networking o brainstorming y a un esnob de los que se creen Neruda por no tener tele en casa, atado frente a un Sony de 40 pulgadas que solo emitía sketches de Arévalo. Al Diablo no le hizo falta explicarme que cada condenado tiene un Infierno pensado exclusivamente para él.
Continuamos andando en silencio durante varias horas, hasta que todavía desconozco cómo, noté que había llegado el momento, mi momento. Un humo blanco comenzó a expandirse delante nuestro dejándonos completamente ciegos. Parecido al que utilizaban en ‘Lluvia de Estrellas’ pero sin un cateto vestido de Elvis. Al recobrar la vista el Diablo había desaparecido y la criatura más terrorífica y espeluznante del Universo se acercaba enérgicamente hacía mí: un runner. Un tipo de 1,90 de estatura, con cinta blanca en el pelo, pantalones cortos de tenista de los ochenta, cara de David Hasselhoff y sonrisa inquebrantable. Ese hijo de puta decía que era mi entrenador personal. Debía pasar el resto de mi existencia en un recoveco del Infierno compuesto por una pista de atletismo y el soplapollas más grande que podáis imaginar. De saber que mis pecados me llevarían a esto, me hubiese hecho cartujo.
El personal trainer, en inglés da todavía más grima, me dijo que debía bajar quince kilos, como si una vez muerto me pudiese dar un ataque al corazón, y me comentó que había mucho “working” que hacer conmigo. Terminé aceptando el pasarme 12 horas del día haciendo ejercicio y hasta el comer nueces y una cosa horrible que se llama brócoli, pero había algo que no conseguía soportar: Sus frases motivadoras. Ridiculeces del tipo: “Ganar no significa conseguir el primer lugar, significa dar lo mejor de ti mismo”, “tu cuerpo es una escultura y tú eres el artista” o “no se fracasa hasta que se deja de intentar”. Día tras día lo mismo. En esos momentos me imaginaba retándole a un duelo a cara de perro y pegándole una paliza que le callara para siempre, pero finalmente, el día en que no pude más, le maté durante las ocho horas en que dormía, ni una más ni una menos. Cobarde hasta en el Infierno.
Volvieron a decir mi nombre. Volvió a salir el humo blanco. Volvía a estar en el despacho del Diablo. Una vez allí, lejos de increparme, fue muy diplomático y después de invitarme a una copa de vodka Knevep, hasta ahí llega Mercadona, me comenzó a resolver alguna de las dudas que más me inquietaban: qué opinaba de la pelí del ‘Exorcista’, dónde tenía a Hitler o por qué se aparecía en la habitación de Juana de Arco pudiendo hacerlo en la de Beyoncé. Pronto creamos una complicidad que le permitió sincerarse conmigo. Me dijo que los primeros diez mil años, en su juventud, disfrutaba con su trabajo creando y expandiendo el terror, pero que ahora se sentía triste, cansado y sin ideas. Que ni siquiera saboreaba momentos de lucidez como poner de moda la batucada.
Llegó a derrumbarse cuando comenzó a contarme que debido a su ineficacia los humanos habíamos creado herramientas para jodernos la vida sin necesitad de ayuda: el tinte de pelo masculino, Forocoches o la cerveza artesana, entre otras grandes ideas para hacer del mundo un lugar deplorable. Se puso a llorar escandalosamente, como un niño en una película clásica doblada, logrando acongojar a un tullido emocional como yo. Le dije que todo tenía remedio, que debía ponerse en manos de profesionales. Giró su ordenador hacía mí y me enseñó una cámara de seguridad que enfocaba a un sótano con más de doscientos psicólogos argentinos. Todos con cinta aislante en la boca. Le alabé el buen gusto y seguí consolándole. No paraba de llorar, repetía una y otra vez lo duro que era ser inmortal y no tener ganas de vivir.
Con la cara cubierta de lagrimones y tragando mocos de forma bastante ridícula, me confesó que su naufragio interior comenzó hace setenta y siete años cuando empezó a descarriarse una criatura a la que despreciaba y temía, un tipo cursi hasta el hartazgo al que no soportaría ver en el Infierno: Antonio Gala. Me habló de sus noches en vela imaginando a Gala cerca de él, ataviado con sus horrendos pañuelitos, recitando sus poemas para seguidoras de telenovelas de época y dando consejos para vivir un amor sincero. Le entendí perfectamente.
Ayudado por varios gramos de ayahuasca se me ocurrió un plan para apaciguar su dolor: recordé lo avanzado de la enfermedad de Gala y me ofrecí a ir Madrid con el propósito de que el escritor no parara de hacer cosas buenas en sus últimos días de vida. Satanás aceptó con las expectativas de un enfermo de leucemia al que le aseguran menos de tres meses de vida y recurre a un curandero. Después de convencer a Gala para que hiciese el bien, haciéndole ver que en el infierno se encontraría con Camilo José Cela tirándose pedos, regresé al Inframundo satisfecho por mi buena acción.
Me encantó comprobar que el Diablo estaba exultante, como un hombre que supera una cáncer terrible cuando ya se iba a dejar vencer. Estaba muy agradecido y se vio en la obligación moral de recompensarme por todo lo que había hecho por él. Después de medio minuto de falsa modestia le comenté que quería reencontrarme con una persona que había sido fundamental en mi vida y sabía que estaba allí, el ser humano al que mas he querido, el que más me ha ayudado en los malos momentos: José Luis Cantero, “El Fary”. Accedió bastante extrañado.
Una puerta se abrió a mi paso. Anduve unos metros y allí estaba él, en la parte del Infierno reservada a los genios. Fumaba un habano mientras le explicaba a Darwin la importancia del concepto de la mandanga. Por primera vez en mi vida, supe lo que era la felicidad.

No hay comentarios: